miércoles, 10 de noviembre de 2010

NO ES BUENO EL RADICALISMO

Se publicó en: Edición impresa Sostengo que el radicalismo, en cualquiera de los renglones de la existencia, reduce los espacios para la convivencia civilizada, trampea a la democracia y somete incluso a la libertad de conciencia a ciertos cartabones reñidos con la inteligencia que se desenvuelve a través del raciocinio. Nada peor, en estos tiempos cuando urge tanto la puesta de acuerdo sobre valores fundamentales, que encasillar el debate al sometimiento previo de la voluntad de la contraparte y a la impertinencia de no rectificar jamás aun cuando los argumentos hayan sido superados.
El debate político se paralizó en 2006. La crispación a la que dio lugar la absurda “campaña negra”, si bien exitosa porque logró manipular conciencias y modificar escenarios, situó a los mexicanos ante una alternativa facciosa, reducida por ende, en la que únicamente cuentan y deben ser ponderadas las opiniones afines al tiempo de descalificar, de manera por demás visceral, cuantas devengan de los contrarios. Con ello, claro, ni siquiera ha lugar a un ejercicio dialéctico sano porque, sencillamente, se considera que la única razón es la propia y ésta no puede variar por presiones ajenas. Se alivia así, con increíble fariseísmo, el tormento de las dudas cerrando la mente a cualquier expresión divergente. Y de esta manera se anula, por desgracia, la ruta hacia el entendimiento.

Nuestra historia es pródiga en enfrentamientos radicales. De hecho, toda ella está cernida a los tremendos desencuentros entre liberales y conservadores que confluyeron hacia los episodios bélicos más sangrientos y también proveyeron de traiciones y hasta de invasiones tortuosas –con el enajenado de Miramar a la cabeza-, comprometiendo a la patria misma con tal de no ceder ante el bando adversario vencedor. Y de allí, todo lo demás hasta llegar al presente convulso en el que ni siquiera la emergencia evidente puede sacudir a las facciones para intentar dar cohesión a las acciones de gobierno salvando cuanto se pueda de la integridad y seguridad nacionales.

¿Cómo podemos avanzar si ni siquiera al interior de los partidos políticos es factible alcanzar acuerdos? Curioso: mientras perviven los autoritarismos, reflejados en la discrecionalidad de las decisiones en la cúpula del poder, el agotamiento –no acotamiento- de la figura presidencial ha prohijado la indisciplina que acaso se inspira en la pulverización sectaria del ámbito político. En otras épocas se confluía hacia los acuerdos bajo la égida de una voluntad central, sin consensos; hoy, las divergencias son exaltadas por la soberbia de oportunistas y arribistas con talentos suficientes para dividir, jamás para unir. Los extremos se tocan: en cualquier caso, el agobio por la impotencia del colectivo nos limita.

Resulta imposible razonar con quien no está dispuesto a hacerlo y sólo admite el diálogo si, de antemano, se cede ante él; y ello porque observa la rectificación como una claudicación que le infama. Los sofismas para justificar esta conducta, cada vez más extendida por efecto de la crispación política y el clamor de ciertas minorías que antes permanecían marginadas, son variopintas pero aterrizan en un mismo punto: la egolatría que reduce los intercambios de opinión al pronunciamiento sistemático de adulaciones. Por desgracia, nuestro sistema político encalló en el arrecife presidencialista, numen de mesianismos sin cuento, y lo devastó.

No salimos de este punto. Al contrario, la experiencia de 2006, cuando lo faccioso se impuso hasta en los debates precariamente armados, estimuló a cuantos, en actitud incondicional respecto a uno de los bandos, no sólo desdeñaron sino incordiaron también a quienes no pensaban igual. Por desgracia, desde cada uno de los grupos en pugna las descalificaciones se acentuaron con la misma pauta.

Las consecuencias de ello son hoy referentes obligados por cuanto a la exacerbación de los infundios y el desdén manifiesto a los criterios distintos, vistos como perversos por sus supuestos pecados de origen, esto es, como se expresa a cada rato, al servicio de intereses ajenos a los del país... como si México fuera reductible a una sola de las pandillas institucionales, sea el PAN, el PRD o el PRI el núcleo duro.

Preocupa, en el horizonte actual, la pulverización sectaria. Sobre todo porque fluyen las intolerancias a la menor provocación y con ellas los argumentos de fondo se diluyen en un mar de prejuicios, lugares comunes, valores entendidos y cuanto suele ser recurso para evadir contenidos y discusiones. Lo mismo si se trata de forcejeos partidistas que de exaltaciones gremiales o movimientos en pro de comunidades otrora reprimidas y ahora estimuladas, protegidas y hasta blindadas en una profunda distorsión de la democracia.

Me resulta terrible que, en contra de la libertad de conciencia –y la de expresión que deriva de ésta hasta ser fundamental-, no falten quienes, al opinar distinto, pretendan marginar a cuantos difieran, al igual como lo hizo, en la pérdida década de los ochentas, aquel genízaro Ramón Mota cuando expresó contra la ciudadanía defeña inconforme:

-Si no les gusta... ¡váyanse a otra parte!

En la cúspide de la intransigencia podrían encontrarse los xenófobos, racistas, incondicionales de tal o cual partido, rencorosos frustrados, envidiosos de la gloria ajena, animalistas que colocan a los irracionales por encima y toda suerte de egoístas incapaces de conceder a los demás resquicio alguno.


Debate


Una cosa es que no se nieguen derechos a cuantos integran la comunidad lésbico-gay, en donde no es difícil encontrar a personajes valiosos y cultos entre otros superficiales, muchos, con sed de desquite social, y otra, muy distinta, llegar a la deformación de que sólo ésta concentra el talento, la capacidad operativa y los privilegios mediáticos y políticos.

Además, por causa de una sólida estructura operativa que deviene de una compleja lucha contra la discriminación obtusa, cuantos festinan haber “salido del clóset” se creen con el derecho a avasallar a los heterosexuales, hasta donde puede establecerse una mayoría silente, con costumbres, actitudes y modas que infieren incluso en la formación y educación de los menores a quienes llegan los mensajes de manera recurrente. Basta asomarse a los platós televisivos, en donde los referentes son cada vez más descarados y abiertos, para corroborar que tales grupos han rebasado a los demás en materia de coberturas y espacios.

Lo peor es que, por ejemplo, los padres de familia no están preparados para confrontar a sus hijos con los escenarios en donde dos seres del mismo sexo no escamotean escarceos amorosos y sobrellevan sus preferencias al extremo de la provocación incesante, desbordada diríamos, sin ningún tipo de traba. Recuerdo que, hace algunas décadas, cuando joven, debíamos incluso cuidarnos de besar a la novia en sitios públicos para no ser motivo de persecución policíaca; hoy, sin límites, los “homo” no miden sus expresiones. (No nos alarmemos pero, en este renglón, todavía en México no se alcanzan los niveles de Ámsterdam, Barcelona o Londres, las urbes que presumen por acaparar el turismo “gay” hasta convertirse en sedes del mismo en desbordada competencia de libertinajes).

Mientras ello ocurre, los heterosexuales refunfuñan y si hablan son expuestos, automáticamente, al desprecio público, fulminados por sostener “arcaicismos” –como si lo fuera el amor entre parejas de distinto sexo-, y violentados en su entorno. No se les permite ni sacar la cabeza porque enseguida, desde distintos frentes –incluso en las redacciones de medios que se dicen vanguardistas-, llueven las más atroces descalificaciones, las más soeces impugnaciones, incluso las injurias ramplonas.

En estos términos, no hay debate posible, sólo exigencia de aceptar los argumentos de moda sobre cualquier intento de ejercer una libertad contraria a los mismos.


El Reto


En la misma línea, una cosa es proteger a los animales –y con ellos a la naturaleza proveedora-, y otra, muy distinta, pretender que los irracionales obtengan privilegios a despecho de los seres humanos. Una cosa, en fin, es convivir con las mascotas y otra supeditarse a éstas al grado de convertir la interrelación en una esclavitud rebosante de prejuicios contra quienes no actúan igual.

Hablo por experiencia propia. Ejerciendo la libertad, y con plenitud de razones que no han dado lugar a réplica salvo la de la insolente descalificación, protesté contra la absurda prohibición a las corridas de toros en Cataluña por considerar que estaba amañada por el nacionalismo catalán exacerbado y tuerto. Insistí en que los verdaderos aficionados no se divierten con el sufrimiento del toro sino que exaltan y aplauden su bravura en la contemplación magnífica de un espectáculo que ha inspirado a artistas y genios a través de las centurias. Un escenario, en fin, muy distante al de los rastros o cotos de caza en donde suelen cobrarse las piezas con absoluta y despiadada desventaja aun cuando ello se haga para proveer de vitaminas animales a mujeres y hombres.

Puedo entender –y asimilar civilizadamente, como no lo hacen los fundamentalistas- que haya opiniones distintas, pero jamás que éstas impliquen infundios tan graves como llamar asesinos a los aficionados a los toros; de aceptarse tal absurdo, tendríamos que extender el calificativo a cuantos, todos los días, se alimenten de carne de reses, aves y pescados, incluso de vegetales a los que igualmente se cercena la vida.

Lamentablemente, los llamados “animalistas” no pueden razonar porque se colocan al nivel de sus defendidos irracionales. No hay forma de dialogar con ellos salvo con forcejeos verbales y sin posibilidad alguna de modificar cartabones preestablecidos. Es la moda, nos dicen, aunque ello nos conduzca a la malsana imposición de radicalismos moral y políticamente insostenibles. Abundaremos.

La Anécdota


Fíjense a donde han llegado los criterios facciosos. El cardenal Norberto Rivera Carrera –“2012: La Sucesión”, Océano, 2010-, definió así sus interrelaciones con la derecha política en el ejercicio del poder:

-Con los liberales –expresó el alto Prelado-, nos entendemos mejor. Los panistas de hoy, aunque nos sitúen cerca de ellos, prefieren que no se les identifiquen como católicos aunque lo son.

Cuando los prejuicios se imponen, los radicalismos surgen de manera natural. Analicémoslo.

E-Mail: rafloret@hotmail.com

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