Redacción / EL MEXICANOviernes, 01 de octubre de 2010
Se publicó en: Edición impresa En el cenit de la campaña presidencial de 2006, con los momios a favor si bien con evidente tendencia decreciente, Jesús Ortega Martínez y Carlos Navarrete Ruiz, perredistas de cepa –esto es sin antecedentes priístas lo que les diferencia de la mayor parte de quienes ahora usurpan los balcones de la izquierda-, se acercaron a Andrés Manuel López Obrador para hacerle ver dos errores cuyos efectos podrían ser desastrosos al corto plazo:
1.- Era inútil combatir verbalmente con entonces presidente Fox porque éste no era el adversario directo y, además, mostraba un repunte importante en las calificaciones del colectivo, producto acaso de las inyecciones publicitarias del sector privado. (Recuérdese que en el arranque de la misma campaña, los Fox se habían marginado, de hecho, de las grandes decisiones y sus bonos eran tan bajos que debió simularse la ruptura con Felipe Calderón para que la postulación de éste no arrastrara el desprestigio galopante de la administración federal).
2.- Se hacía necesario que el candidato dejara a un lado los referentes jocosos para comenzar a hablar “como estadista” y así conquistar la confianza de quienes nutren los foros internacionales. Los mexicanismos y el caló popular no son aceptables porque exhiben limitaciones y perjuicios, dos elementos impolíticamente correctos sobre todo si se aspira a ocupar el cargo ejecutivo de mayor relevancia en el país.
López Obrador aceptó los consejos, durante un trayecto en el que iba adormilado, y pocos días después encabezó el célebre mitin en el que exaltó a las “chachalacas” incorporando a éstas, por hablantín, al señor Fox. Dos golpes contra él mismo en plena exacerbación de suficiencia. Porque, en el fondo, consideraba que su ventaja era tal que podía darse el lujo de dilapidar algunos puntos en aras de una mayor autenticidad. Bien sabemos, cuatro años después, cuáles fueron las consecuencias: Calderón, desaseos de por medio, ocupó el Palacio Nacional y Andrés Manuel mantuvo su convocatoria... callejera.
Hace una semana, Andrés Manuel volvió a las andadas. Sin el menor rubor, mandó “al carajo”, textualmente, a la dirigencia nacional perredista por su insistencia en formalizar alianzas con el PAN. Les recordó, una vez más, que la derecha y su partido los habían despojado, a él y sus correligionarios, de la Presidencia y sostuvo que sólo sería moral una coalición de la izquierda, el PRD, PT y Convergencia. El tono áspero, con calificativos ofensivos que parecen reducir el debate al círculo de las verduleras. No es que nos asuste hablar coloquialmente sino de guardar ciertas formas por respeto no sólo a quienes escuchan sino incluso también a los adversarios. A ello obliga la vocación democrática.
En la misma jornada, el jueves 23 de septiembre, otro perredista, Julio César Godoy Toscano, medio hermano del gobernador michoacano, Leonel Godoy, rindió protesta como diputado más de un año después que sus pares, a trompicones: un cordón policíaco, alrededor del Palacio de San Lázaro, estaba dispuesto para ejecutar una orden de aprehensión en su contra, misma que quedó en suspenso apenas tuvo éste fuero constitucional. Envalentonado gracias al escudo institucional, el fraterno Godoy, rodeado por legisladores perredistas y priístas, expresó que las denuncias en su contra eran sólo “pendejadas” del gobierno federal. Irritado, crispado diríamos, desembocó en la arenga injuriosa sin especificar, como debió hacerlo, cuáles eran los basamentos de su defensa.
Si a estas vamos, en breve estaremos inmersos en rebatiñas de parrafadas grotescas, como si tomaran los representantes políticos el papel de arrieros de la legua, en ausencia de debates ponderados y serios, definitorios, de cara a la opinión pública. Los aludidos, por tanto, no hablan ni como representantes populares, que se precien de su jerarquía, ni como titulares del Ejecutivo federal, cuidadosos de las formas porque un chascarrillo, como cuantos fueron habituales durante el cogobierno foxista, puede determinar el curso de escándalos de altos decibeles en una nación ya de por sí severamente castigado por la violencia sorda.
Y ello sin olvidar otros diferendos de López Obrador, por ejemplo cuando insinuó que una correligionaria suya había enseñado las piernas para acceder a la oficina del secretario de Gobernación, para sancionar así el acercamiento o explicárselo en sentido contrario a sus consignas. Esto es como si el único criterio fuera el suyo y todos los demás sólo debieran mostrarse disciplinados. La desproporción, infortunadamente, acerca a López Obrador a los pantanos de la autocracia, tan cuestionada desde las plataformas del llamado “Frente Amplio”.
No es, por tanto, sólo una cuestión de palabras y groserías; el fondo es otro: político que no sabe elevarse para merecer ser conductor de una nación, sencillamente derrapa. Sobre todo cuando ya ha sido advertido, una y cien veces, acerca de las consecuencias de los verbos y calificativos mal usados.
Debate
En la pasarela mediática de septiembre –bicentenario, informes en la capital y el Estado de México, etcétera-, dos de los postulantes a la Primera Magistratura mantuvieron sus bonos gracias a los consabidos ejercicios mediáticos, con las cadenas televisivas elaborando facturas a tutiplén: Marcel Ebrard y Enrique Peña Nieto. El primero, sin embargo, cobró mayores réditos porque se mantuvo ajeno a la severa controversia sobre las alianzas turbias y los candados oxidados.
Peña, en cambio, le entró a la polémica midiendo a sus huestes y, en general, a todos los priístas. Una magnífica oportunidad, sin duda, para conocer a quienes se quiebran a la primera y a cuantos están prestos a ser tomados en cuenta como si de vender el alma se tratara. Porque, a estas alturas, son muy pocos quienes dudan sobre las posibilidades de Peña aun cuando los escépticos insisten en exhibir limitaciones y traspiés. Ya está visto: los golpes políticos poca mella le han hecho; y menos sus sonados errores, como los casos “Paulette” y San Salvador Atenco. De allí que se extremen temores... y precauciones.
En cambio, los aspirantes del PAN, maniatados por la lealtad que exige Calderón aun cuando éste llama a su partido a “ganar” la confianza de la ciudadanía –esto es reconociendo que la ha perdido-, no han hecho más que desaprovechar las candilejas. Por ejemplo, Alonso Lujambio, secretario de Educación, cayó en el garlito de la danza de los millones en torno a los fastos del bicentenario y no pudo salvar ni su pulcra figura cortada al estilo de López Mateos.
Por su parte, Ernesto Cordero, quien para muchos fue el “delfín” hasta la víspera de su nombramiento como secretario de Hacienda, se convirtió en la figura más vulnerable –y hasta grotesca- del gabinete presidencial. Su baile fue el del IVA bajo el acordeón de los impuestos que no pudo precisar, acorralado entre las prioridades financieras –siempre contrarias a las mayorías que dependen de sus ingresos cotidianos-, y sus estimaciones políticas. Al no resolver su propio embrollo se quedó a la mitad de nada, como un arlequín que sólo anima el cotarro sin pretensiones de acceder al trono.
Y Javier Lozano, titular del Trabajo, buscó, cuanto pudo, acercarse a los panistas a sabiendas de una de sus sentencias inolvidables:
--Yo fui priísta... porque pertenecí a un gobierno priísta.
Con la misma, de ser el caso, transitaría a donde lo lleve la corriente de la burocracia intocable. Tales son los baluartes de Acción Nacional gestados a la sombra de quien ejerce el Ejecutivo federal y no logra siquiera conciliar a sus propios correligionarios. Enfrente, alejados de la férula presidencialista, Santiago Creel y hasta el desbocado Manuel Espino, éste abanicado por los Fox, hacen también sus cábalas.
Bien haría el PAN en buscar, siquiera, a una figura externa a falta de liderazgos propios.
El Reto
Desde hace tres años se estableció un presupuesto para iluminar el Palacio Nacional y la catedral metropolitana. Los montos fueron considerados aceptables: dos millones de dólares para lo primero y tres millones y medio para lo segundo. Listos a iniciar la instalación, la empresa acreditada recibió una contraorden: la señora Paty Flores Elizondo, en funciones de vicepresidenta de facto –ya removida por cierto-, optó por otra compañía, más cercana a los intereses familiares de los integrantes de la cúpula del poder.
El ministro Lujambio, a quien le parece “barroco” discutir sobre el perfil del monigote llamado “El Coloso” –tomado de una fotografía del general Benjamín Agumedo, huertista que fue en contra del maderismo-, reconoció que se invirtieron 170 millones de pesos, unos quince millones de dólares, en la perentoria iluminación de Catedral que permitió observar a la torre derecha danzante... como el gobierno mismo. O tambaleante que es lo mismo.
La proporción indigna: casi tres por uno, entre la iluminación que se pretende permanente y la perentoria dispuesta para el festín panista y del Estado Mayor Presidencial que se arrogó el derecho de sitiar el zócalo, la noche del 15 de septiembre, y permitir el acceso sólo de los muy, pero muy “fieles”. Y aún así no se salvaron de los abucheos.
La Anécdota
Beatriz Paredes Rangel, en conversación con este columnista –“2012: La Sucesión”, Océano-, explicó cuál debía serla estrategia medular de su partido, el PRI, para no ser alcanzado por sus opositores en la justa presidencial ya iniciada:
--Se trata, nada más, de no cometer errores como los de 2000 y 2006, cuando a cada paso nos equivocábamos, mientras acertaban nuestros adversarios. Fíjese en lo que ha sucedido también a Andrés Manuel López Obrador. Siempre que va arriba comienza a cometer yerros.
Desde entonces, el priísmo ha cometido serios errores, en contrasentido a lo planteado. Pero la señora Paredes está lista para evitar uno mayor de incalculables consecuencias: la intentona de colocar al yucateco Emilio Gamboa Patrón, quien apesta a viejo régimen, en su lugar. Ya veremos.
E-Mail: rafloret@hotmail.com
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