Rafael LORET DE MOLAmiércoles, 06 de octubre de 2010
Se publicó en: Edición impresa Según el diccionario, apandar es término que significa hurtar, robar o substraer; pero en el caló penitenciario el apando es quien, como sanción agregada por el mal comportamiento, debe ser aislado en alguna celda sin contacto alguno con otros reclusos. Si es tremenda la ausencia de libertad, el agobio de no tenerla en la mayor marginación imaginable debe resultar insoportable, bastante peor a la muerte.
En ciertas culturas, por cierto, se estima que el cautiverio es mucho más lacerante que cercenar alguna extremidad como castigo; en México, en cambio, no pocos aspiran ir a la cárcel para sobrevivir en ella en ausencia de oportunidades en el exterior. Allá por el Bajío, por ejemplo, hay prisiones siniestras y, sin embargo, hemos atestiguado cómo algunos se acostumbran de tal modo a ellas que hacen lo posible, cometiendo delitos con otros internos, para permanecer dentro. Cuesta trabajo entenderlo; hasta la fecha, yo no he podido hacerlo.
Pero no sólo hay “apandos” en los centros penitenciarios; también se observan en los escenarios políticos en donde suele ser habitual la soledad de quienes desempeñan los cargos relevantes. La ansiedad, y a veces la angustia, es la única compañera, muchas veces, de cuantos toman decisiones, procediendo discrecionalmente, eso es sin el menor consenso público, interpretando a conveniencia el sentido de la democracia. La fórmula, por desgracia, no se ha extinguido y sostiene el esquema de la autocracia presidencial pese al acotamiento de la figura central. Una paradoja, sí, que explica hasta donde llega el nivel de los personalismos en el gobierno mexicano.
De no existir más el “presidencialismo autoritario”, por ejemplo, no habría manera de sostener a Juan Molinar Horcaditas, titular de Comunicaciones, rehén de sus propias torpezas y protagonistas de escándalos por donde pasa: legó, por ejemplo, la viciada promoción de guarderías en el IMSS que desembocó en la tragedia de Hermosillo, y en su nuevo encargo fue sencillamente arrollado por el frenesí especulativo de Gastón Azcárraga Andrade, presidente y director del Grupo Posadas, que desembocó en la grotesca quiebra de Mexicana de Aviación y en la consiguiente crisis laboral de pilotos, sobrecargos y demás empleados de una de las aerolíneas más antiguas del mundo.
Pese a ello, Azcárraga se mantiene en el listado de los cien empresarios “más importantes” del país, en el número ochenta y ocho para ser precisos, obviamente protegido por sus onerosas complicidades en el sector público. De allí que la secretaría de Hacienda, comandada por el improvisado Ernesto Cordero Arroyo –en algún momento considerado el “delfín” de Felipe Calderón con miras a la sucesión en 2012-, pretenda argüir que la protección, financiera y fiscal, a los grandes consorcios privados es tan solo un “mito”... que cuesta 201 mil millones de pesos anuales. Ya un antecesor de Cordero, Pedro Aspe Armella, calificó como “mito genial” a la pobreza, como si fuera referente mezquino y no realidad lacerante, en la fase central del régimen deplorable de Carlos Salinas: lo dijo, eso sí, y quedó al margen de las postulaciones.
A Cordero le espetaron, durante su anual comparecencia en el Congreso, que no era sino un ministro “de quinta”, aun cuando no se especificó si tal expresión se refería a su inclinación por las tareas de granja en ausencia de conocimientos cabales para dirigir las finanzas nacionales. Y espero que con ello no vaya a pensar en él como un presunto relevo en Agricultura y Ganadería pues bien se sabe que en nuestro país los todólogos abundan por obra y gracia... del dedo presidencial. ¿Quién habla, entonces, de un modelo y de un estilo de gobernar caducos a la vista de cuanto sucede en Los Pinos?
Seguimos. Obsérvese a Alonso Lujambio Irazábal, quien reemplazó como titular de Educación a Josefina Vázquez Mota en abril de 2009 –obviamente bajo la feroz presión de la impresentable “novia de Chucky”, Elba Esther, a la quien tanto temen en las alturas políticas-, a través del espejo que recoge algunos de sus desplantes recientes. Llamó “barroca” a la discusión sobre el monigote de la espada rota –no sé si fue una proyección de cuantos se sienten castrados-, el tal “Coloso” del bicentenario, y después ordenó que se le arrinconara en una bodega. Total: el festín de los millones impulsó a cientos de aliados del calderonismo y de la continuidad, por supuesto, gracias a un generoso reparto sin la menor discreción. En otros tiempos, siquiera, se guardaban las formas; ahora, la corrupción galopante es cínica y ramplona.
Por este solo hecho, Lujambio debía ser llamado a cuentas sin óbice de su pretendido protagonismo como otro de los posibles “delfines”. Máxime porque, desde el escritorio de Vasconcelos, insulta la inteligencia de los mexicanos al pretender tapar los agujeros tremendos de las derramas ilimitadas de millones de pesos para el festejo de la derecha en el cumpleaños de Porfirio Díaz.
Con un gabinete así, cualquiera pide amparo.
Debate
Es fama que los mandatarios, a lo largo de sus respectivas estadías en la casona alba de Chapultepec, asuman el peso del poder con una tremenda soledad. Aseguran que Díaz Ordaz vivió con tal desazón la víspera de la matanza de Tlatelolco y lo mismo se dice de Carlos Salinas cuando, en la jornada posterior al crimen contra Luis Donaldo Colosio, dio la apariencia de haberse quebrado. Desde la expectación al arrepentimiento, hay una infinidad de matices que colapsan la vida interior de los hombres públicos.
La leyenda del “solitario de Palacio” se ha extendido tanto como cada una de las falacias recurrentes. El hombre del poder, con las manos detrás y la cabeza baja, en medio de jardines interminables, parece meditar sobre la crueldad infinita que deviene del ejercicio del mando. Alguna vez, lo recuerdo bien, un gobernador se quejaba por la dureza del peso que le había caído encima; y uno de sus más cercanos amigos le susurró entonces:
--El poder es duro, sí; pero resulta bastante peor no poder.
Más allá de los referentes sobre los padecimientos de cuantos concentran la responsabilidad del devenir de sus gobernados, y de tantos huéspedes, de distinto perfil, que han deambulado por Los Pinos en busca del remanso del bosque cercenado por el presidencialismo, observamos a Felipe Calderón, actual depositario del Ejecutivo a contracorriente de la opinión de la mayor parte de los mexicanos –sólo votaron por él treinta y cinco por ciento de los electores-, inmerso en un peligroso, agobiante aislamiento.
Está solo, al frente de un gabinete desmadejado -¿de quinta?-, con reemplazos forzados –esto es designados al vapor, para ganar tiempo-, e incondicionales incapaces de enfrentar los desafíos desbordantes del presente, en medio de una batahola de vendettas y de intereses supranacionales. No es el mandatario más corrupto ni el de mayor perversidad de cuantos hemos padecido, pero, sin duda, es el más solitario. Quizá por ello no encuentra sino el solaz de las tardeadas habituales en la residencia oficial para paliar, sólo en parte, la angustia de no saber cómo enfrentarse a la historia.
Nunca ha bastado con las buenas intenciones, mucho menos ahora cuando urgen tantas decisiones patrióticas con soslayo de la propia seguridad. Tal es el desafío de los hombres públicos a quienes nadie obligó a postularse ni a ser recipiendarios del tremendo deber de la conducción política así sea entre la espesura de una selva rebosante de follajes muertos y de los cimientos podridos recibidos como herencia. Quizá, y ahora debe meditarlo, anímicamente jamás estuvo preparado para enfrentar un reto de las dimensiones del que se ha encontrado.
Como Fox, Calderón también se deslumbró ante la visión de los honores sin conciencia plena acerca de cuáles serían sus responsabilidades. Por eso, naufragaron.
El Reto
¿Pruebas de que el gobierno en México sólo es un referente en la actualidad? Hace una semana, la alarma saltó al divulgarse que un pueblo de la región Mixe, en Oaxaca, había sido sepultado por un alud. Corrieron los funcionarios, se instaló un puente aéreo, voló hacia allá el señor Calderón, si bien no pudo aterrizar por el mal tiempo y volvió sobre sus pasos, y arribaron los medios de comunicación para dar cuenta de que la tragedia era de menor proporción pese a las víctimas mortales.
En otro escenario, el de la farándula, Luis Estrada, realizador de la película “El Infierno”, dijo alegrarse porque fue nominado para los premios “Goya”, en España, pese a la descalificación severa de Calderón quien dijo de él, nada menos, que se trataba de “un mal mexicano” por presentar una sátira sobre el imperio del narcotráfico. ¿Democracia? Más bien una tendencia a contracorriente de la oficial como muestra del hondo desdén de distintos sectores de opinión hacia operadores y cabilderos de Los Pinos.
Precisamente la ausencia de gobierno, lo hemos dicho ya, es el escenario que más conviene a los padrinos de las drogas y demás células delincuenciales. Bajo un régimen claudicante, los reacomodos se dan con mayor facilidad. ¿Estará dispuesto a rectificar, en serio, el señor Calderón como algunos ya estiman? Abundaremos.
La Anécdota
Una noche otoñal de 2008, cuando aún la escenografía criminal no se cernía sobre Juan Camilo Mouriño, el entonces secretario de Comunicaciones, Luis Téllez Kuenzler, recibió una llamada desde la oficina presidencial exigiéndole su renuncia. La voz cantante era la del poderoso secretario particular de Calderón, César Nava Vázquez. La orden se dio sin ninguna concesión.
Por la mañana, el aludido llegó temprano a Los Pinos y puso el documento requerido sobre el escritorio presidencial.
--¿Y esto qué es, doctor? –preguntó, con tono de fastidio, el señor Calderón-.
--Cumplo con lo que usted dispuso –respondió Téllez-.
--Pues yo no me acuerdo de nada ni creo conveniente que usted proceda de esta manera –replicó el mandatario al tiempo de romper en pedazos el escrito-.
Y Téllez, sorprendido, siguió en el cargo varios meses más. Los humos nocturnos se habían despejado.
E-Mail: rafloret@hotmail.com
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