Hasta los niños lo saben: “dime con quien andas”. Los amores como las complicidades no pueden ocultarse aun cuando se pretendan clandestinos. Se llevan a flor de piel y, en cierta manera, inducen comportamientos y decisiones que no se explicarían per se. De allí las frecuentes mutaciones de los hombres públicos en el ejercicio del poder: lo que ofrecen, por lo general, dista mucho de lo que terminan haciendo y no precisamente por falta de tiempo y de recursos; la diferencia se basa, casi siempre, en la profunda contaminación de la conciencia.
¿Qué llevó al señor Fox a trocar el cambio por el continuismo y sus promesas contra la corrupción por nuevas alianzas con los viejos cómplices del establishment? ¿Y a Felipe Calderón, atrapado en la vorágine de los valores entendidos para acceder a la Presidencia bajo sospecha, de ser un opositor vigoroso y leal a pasar a la condición de aliado de quienes representan al corporativismo antiguo y a las mafias del priismo hegemónico? Similares interrogantes podríamos hacer de los predecesores de éstos aun cuando sobre ellos ya cayó el lapidario juicio de la historia.
Hay una evidencia que confirma la derrota de la moral política en las altas esferas gubernamentales: ninguno de los ex mandatarios –lo mismo los del llamado “viejo régimen” que el producto caduco de la primera alternancia-, han podido elevarse sobre su desprestigio condenados fatalmente por quienes fueron sus gobernados y también por el juicio inapelable de la historia. Los saldos son deficitarios, por no decir deplorables, y eso no puede negarse porque los efectos seguimos sufriéndolos, todos salvo los especuladores bendecidos, en carne propia.
Suele ocurrir también que las inducciones de los grandes publicistas oficiales, mientras se apuesta por la desinformación como recurso en pro de la amnesia colectiva, extiendan las confusiones sobre algunas de las figuras claves del entorno político. Algunas veces he preguntado a los auditorios juveniles acerca del peor de los presidentes de México que han sido según la opinión de los asistentes. Debo confesarles que me sorprenden los resultados: López Portillo, quien murió atenaceado por su oscura vida familiar, mantiene el liderazgo mientras Miguel de la Madrid –en cuyo gobierno se precipitaron, a la baja, los valores esenciales de la República-, sale bien librado pero no exculpado. El primero, sencillamente, sigue siendo víctima, desde su sepultura, de la mala publicidad que lo presenta como el irresponsable estatizador de la banca. Quienes tienen el poder financiero, los mismos ayer y hoy, no le han perdonado y le crucifican cada vez que pueden.
Bien se dice que quienes acaparan riquezas y empresas, aprovechando en buena medida sus talentos especulativos, siempre preferirán tener en Palacio Nacional no a un gran presidente sino a un buen socio. Es, desde luego, mucho más redituable para ellos. Quizá por ello, López Portillo acabó siendo un pedigüeño en la mansión de su hermana Margarita –una de las debilidades de su carácter gregario-, y Miguel de la Madrid ocultó sus desviaciones atrincherándose en su manzana de Felipe Sosa, en Coyoacán, sin mostrar su crecimiento financiero, simulando, mintiendo, escondiendo. Y es éste quien fue el mentor de la clase tecnócrata que derribó al PRI, a golpes de cañonazos inmorales, dejando al jamelgo de la Revolución desahuciado.
Sucede igual con las mafias. Conocemos los nombres de aquellos “capos” dispuestos para los trabajos sucios; no, en cambio, a los grandes “padrinos” que mueven los hilos desde el centro neurálgico del poder y extienden sus redes más allá de la frontera con los Estados Unidos. Las pesquisas, por supuesto, no llegan a éstos ni a cuantos distribuyen el producto maldito a través de la extensa geografía de la mayor potencia económica de todos los tiempos. Esto es como si los cargamentos de drogas se esfumaran al cruzar los infectados cauces del Bravo o al dejar atrás las mojoneras en el desierto en busca de los oasis de la sociedad de consumo y sus consiguientes espejismos.
Bien se dice que “cada sexenio estrena a sus propios narcos”. Cuando menos, extinto el lapso de un mandatario sobrevienen las pujas por los reacomodos en todos los niveles. La cultura del presidencialismo, aun cuando el depositario del Ejecutivo parezca vulnerable porque requiere de alianzas soterradas para sostenerse contra la marea de la ilegitimidad de origen, está tan arraigada a los mexicanos que los sacudimientos se dan casi de manera natural al final de cada periodo y al principio del siguiente. Por una parte se cobran las facturas pendientes; por la otra, se mide al nuevo y se le obliga a contraer deudas de “gratitud” hasta el punto de la asfixia personal.
Los Fox, ella y él naturalmente, corrieron con suerte lo mismo que Miguel de la Madrid. Las circunstancias, esto es la crecida de la disidencia real y la posibilidad de un viraje hacia la izquierda, lo mismo en el escenario de 1988 que en 2006, impulsaron a los grupos dominantes –los legítimos, es decir los integrados por los grandes consorcios, y los que no lo son, como las mafias y sus veneros-, a respaldar a los mandatarios mencionados hasta que cesaran los flujos de alto riesgo. Fox optó, bajo presión, por rescatar a su partido y a su abanderado, con quien no simpatizaba al iniciarse el proceso selectivo, a cambio de la proverbial impunidad que cobija a los “ex” pese a los juicios condenatorios. De no haberse dado esta condición, su linchamiento cívico habría estado asegurado.
Felipe Calderón, claro, siguió el libreto. Y acabó dependiendo, claro, de los libretistas. Por eso ahora da la impresión de estar más cerca del viejo PRI que de buena parte de la militancia panista, la suya.
Debate
Hay que encontrar explicaciones. Hace dos años, en funciones de presidente de la mesa directiva del Senado de la República, el sonorense Manlio Fabio Beltrones Rivera, quien sucedió en este cargo a Diego Fernández de Cevallos una de las figuras claves de la transición política hacia la derecha, y luego lo dejó en manos del perredista Carlos Navarrete Ruiz, se situó en el ojo del huracán. Más, digo, de lo que ya estaba. Tras su querella contra el CISEN aduciendo haber sido espiado –una práctica no desconocida por él dados sus antecedentes como subsecretario de Gobernación entre 1988 y 1991, esto es bajo el mando de Fernando Gutiérrez Barrios, el legendario veracruzano que mantuvo férreos controles y archivos sobre la clase política-, le vinieron en cascada los señalamientos, de propios y extraños, por su sospechosa cercanía con el primer mandatario en funciones en cuanto toca a su actual condición de legislador experto en negociaciones. Una situación por demás clave en los complejos prolegómenos de la anunciada y cuestionada reforma energética calderonista.
Beltrones, nacido en 1952 en Villa Juárez, tuvo una formación tan difícil como los primeros años de su infancia. Luego alcanzó el estrellato cuando Miguel de la Madrid le impulsó hacia una diputación federal, en 1982, dándole la suficiente proyección, también la protección para que no tuviera tropiezos en su andar. Así fraguó la exitosa carrera que le mantiene en boga contra el viento y marea de alternancias y traiciones contra su partido.
En él confiaba Calderón, hasta hace muy poco, aun cuando no haya paralelismos entre ellos a través de sus academias políticas. Como si el pasado no existiera y las alianzas hubieran surgido al calor del régimen que escaló la Presidencia a trompicones –los del Congreso- y bajo alegatos mil en contra. Peor que borrón y cuenta nueva, diríamos. Y todo para asegurar los desenlaces deseados cumplimentando así dos proyectos: el personal de Calderón, en pro de la presunta estabilidad de su régimen; y la reconstrucción del priísmo en lisa de volver por sus fueros evitando con ello, de acuerdo a estos cálculos, una nueva crecida de los “radicales” que siguen callejoneando.
Desde luego, Calderón se perdió en divagaciones. Calculaba que de esta manera motivaba a la militancia de su partido, en lento proceso por sacudirse los lastres del pasado foxita que todavía agitan a algunos como el desleal Manuel Espino –en permanente fase de francotirador por no haber sido llamado al gabinete presidencial ni habérsele brindado un aterrizaje feliz salvo la presidencia de la Organización Demócrata Cristiana de América que le obliga, más bien, a mirar hacia fuera-. Si el panismo llegara a despertar, digamos si reaparece Diego Fernández, ello no aseguraría dejar atrás la pesadilla de la inoperancia partidista en el ejercicio del gobierno, un desafío que está resultando demasiado grande y ruinoso para sus abanderados.
Por lo visto, resulta más sencillo formalizar complicidades, digo alianzas, con las antiguas mafias que, contra la ingenua apuesta de Fox, no se fueron de motu proprio sino se arraigaron todavía más.
El Reto
Era por demás claro que Calderón no aceptaría, en circunstancia alguna, debatir con López Obrador, mucho menos respecto a la iniciativa presidencial de reforma energética que goza del aval de las complicidades partidistas entre los representantes del antiguo régimen, más fuertes que nunca en su condición de tercera fuerza política, y cuantos defienden a su correligionario, el primer mandatario, desde las fuentes legislativas. ¿Alguna diferencia con el pasado recurrentemente condenado?
Tampoco brinda el michoacano explicación alguna sobre su mantenida y exaltada relación, casi tierna, con la perniciosa “novia de Chucky”, la singular Elba Esther, genuina representante del corporativismo y el consiguiente sindicalismo charro. Los brotes explicables de rebelión por parte de la fracción democrática del SNTE conllevan el tremendo contrapeso de los compromisos palaciegos y las facturas por concepto de alquimia en fase de pago.
Con estas cadenas, no puede sino concluirse que contamos con un mandatario rehén. Y entre sus cancerberos figuraban, hasta hace poco insisto, el señor Beltrones y la señora de Chucky. Contaba con cuatro manos para una terapia política ciertamente costosa para la democracia bisoña. Ahora, Calderón está más solo.
La Anécdota
A punta de chantajes, no pocos predadores se salvan. Nada ha podido contra ellos la opinión pública mayoritaria, prueba contundente de la ausencia democrática, ni las denuncias escandalosas con pruebas y evidencias de toda índole. Hace dos años, el “gober” de Puebla, Mario Marín, debió pasar sobre una jardinera en su huída de la Casa Lamm, en la ciudad e México, acosado por una jauría de manifestantes cansados de las simulaciones. Pero se sostuvo en el cargo con el fútil alegato de la soberanía estatal como si esta fuera guarida de maleantes regionales.
Otro personaje, el oaxaqueño Ulises Ruiz, perfiló su carácter cuando, solícito, llamó a sus colegas gobernadores en el otoño de 2006:
--¡Ya no aguanto a estos ca....! –estalló-. ¿Cuento contigo?
Uno de los mandatarios del norte le respondió:
--Sí... pero no vayas a reprimir porque acabaremos velando nosotros al muertito...
--Pero es que ya no aguanto más. ¡De mí no van a burlarse!
Y reprimió pero nada pasó. Siguió en el cargo, telefoneando siempre, a punta de chantajes. Hoy, al fin, dejarán ambos sus feudos pero sin expiación alguna. Así se ha construido la modernidad política en la nación de las simulaciones
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