miércoles, 26 de mayo de 2010

CUESTIÓN DE ÉTICA

Desafío Publicación: MIÉRCOLES 26 DE MAYO DE 2010

*Cuestión de Ética

*Credibilidad, Baza

*Arma Periodística

Por Rafael Loret de Mola

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Apenas unas horas después de haberme enterado del secuestro de Fernando Gutiérrez Barrios –cuyo rescate, tazado en diez millones de dólares, fue pagado por el profesor Carlos Hank González aun cuando el veracruzano tenía medios para sufragarlo-, busqué al profesor José Luis García Mercado, el colaborador más cercano de quien fue llamado por Carlos Salinas “el hombre leyenda”, para conocer detalles, a sabiendas del complicado estado de salud de éste:

--No se crea las versiones, Rafael –sugirió García Mercado-. Don Fernando está bien y, desde luego, cuanto se ha dicho es falso. Está en reposo pero no delicado. Y pronto estará de pie, como siempre.

--Profesor, no me salga usted con eso. Tengo informes precisos sobre el suceso. ¿Por qué negarlo, entonces?¿No es mejor ventilarlo siquiera para poner la alerta sobre un fenómeno que amenaza con ser incontrolable?

--Le repito: el señor esta perfectamente. Y no es verdad que haya sido secuestrado.

No salimos de este punto. En su oportunidad, Gutiérrez Barrios se negó, siempre, a abundar en materia. Sus más asiduos contertulios coincidieron en que tal era rasgo de su carecer. ¿Cómo admitir en público las posibles humillaciones sufridas cuando tenía fama de invulnerable y terrible? Habría sido tanto como mostrar los rasgos de debilidad que son propios de cualquier ser humano... en detrimento de la leyenda. Porque, además, la fama de ser el mexicano mejor informado, coleccionista de archivos confidenciales en los que supuestamente figuraban quienes tenían peso en México –más mito que realidad-, no era coincidente con un cautiverio atroz, ofensivo, terrible.

No hubo, por tanto, indagatorias que permitiesen ahondar en las autorías intelectuales. Es curioso: si siguiéramos las líneas de investigación sobre los sucesos criminales de mayor envergadura en el país, digamos los asesinatos desde el poder con los de Colosio y Francisco Ruiz Massieu en primer plano, difícilmente podríamos encontrar los vínculos con quienes pudieron mover los hilos desde el refugio de los cargos públicos y sus correlaciones con peritos, ministerios públicos y jueces. Es ésta, sin duda, la clave para atemperar tensiones en torno a la incesante lucha por el mando político en el México de las simulaciones.

(Al respecto, recuerdo a los amables lectores que me han preguntado sobre ello, mi más reciente obra, “2012: La Sucesión. De las Escenografías Criminales a las Alianzas Turbias”, editada por Océano, circula ya con apretadas revelaciones sobre el devenir de algunos de los hechos, bajo sospecha, que han modificado el perfil histórico de la nación en las décadas precedentes. Algunos de los protagonistas se han inquietado –apenas conocieron el texto-, por lo registrado, con inclusión de algunos “arrepentidos” quienes, acaso temerosos de las consecuencias, solicitan tardíamente modificar sus propias palabras. En los próximos días habláremos sobre ello).

El reciente caso de Diego Fernández de Cevallos, rebosante de contradicciones como suele ocurrir, parece revertir sobre la ética periodística en un entorno en el que, una y otra vez, se niegan los hechos incontrovertibles con tal de ganar tiempo tras las cortinas de humo de las contradicciones. Es parte, dicen, del juego: como en una comunidad permanentemente afrentada la credibilidad merma, se intenta, como sea, restar autoridad moral a quienes cumplen con tareas informativas, no para “vender” las noticias como desdeñosamente se descalifica sino con el propósito, sencillamente, de asegurar uno de los derechos humanos básicos: el de la información. ¿O acaso ese justifica privilegiar los vacíos, en un mundo globalizado en el que ya no hay noticias lejanas, para evitar así las presiones sociales?

El dilema inicia cuando se insiste, a veces sin más sustento que las correlaciones entre el poder público y las empresas de comunicación, en el imperativo de preservar a las víctimas en trance de cautiverio con el silencio supuestamente favorecedor para las negociaciones soterradas. Es evidente que en la mayor parte de los secuestros, generadores de una cauda interminable de traumas e inadaptaciones no sólo para quienes son afrentados directamente sino para cuantos integran los círculos familiares y afectivos, se opta por dejar libres las vías para que los malvados puedan proceder a sus anchas a trueque de respetar las vidas de los rehenes. Pero, ¿esto es así realmente?

Mucho hemos discutido al respecto los periodistas, ajenos a las líneas preestablecidas o impuestas por los órganos y los responsables de éstos que debieran asegurar un ámbito sano, bajo la presión de aquellos desinformados a quienes asaltan las dudas tras cada sacudimiento. Quizá preferirían ir por la vida con los ojos vendados, como los jamelgos de los picadores en las tardes de toros, ignorantes del peligro que, sin embargo, se materializa sin remedio.

Debate

¿Sería factible, sin acusaciones públicas, conocer el nivel de las emergencias? Bien sabemos que no: las autoridades suelen suponerse eficaces a la vista de estadísticas falseadas, precisamente por la ausencia de denuncias. Y más cuando se trata de personajes cuya relevancia dispara la curiosidad pública y eleva las exigencias de justicia. Ello no significa, por supuesto, que las vidas de éstos tengan mayor valor a las de los ciudadanos comunes. No caigamos en falacias.

Por lo anterior se llegó, hace tiempo, a una conclusión: el pretendido aislamiento de los casos criminales, segregándolos de la información, no conduce a amortizar los riesgos sino los incrementa porque, entre otras cosas, el cautiverio se extiende a los medios y de éstos a la llamada opinión pública que es marginada de los hechos aumentándose con ello los peligros. A mayor ruido, para decirlo de una vez, menores espacios para los facinerosos que suelen extender demandas y exigencias, casi siempre desbordadas y hasta absurdas, en la medida en que se sienten libres de presiones. Las dolorosas experiencias, a la par con la crecida de la violencia sorda, apuntalan esta tesis.

Por ejemplo, imaginemos que la Secretaría de la Defensa Nacional, con licencia para patrullar en las ciudades flageladas por cárteles y otras mafias, alegara que cualquier señalamiento sobre los abusos de sus infanterías pone en predicamento la seguridad del Estado. ¿Cómo podríamos, entonces, frenarlos o cuando menos exhibirlos con el propósito de evitar recurrencias infamantes? En la misma línea, las ejecuciones sumarias, tan frecuentes por desgracia, de no ser divulgadas, ¿habrían obligado a la toma de acciones más enérgicas por parte de un gobierno al que le convendría más pasar de noche, sin asumir deberes primigenios, para protegerse?

Sin falsas demagogias intentemos meditar sobre ello tras las sacudidas iniciales por cuanto ocurrió en la lujosa finca “La Cabaña”, en Querétaro, la noche del viernes 14 de mayo. No faltaron las voces de los “indignados” que lanzaron venenosos dardos por la excepcional cobertura del hecho a diferencia de cuanto suele ocurrir cada que un mexicano común cae, sin remedio, en las redes de la delincuencia organizada. Desde luego, sería ideal, aunque utópico, que los mismos funcionarios reaccionaran igual tras cada suceso infamante pero no debe desdeñarse una actuación de mayor rango, por parte de las policías y sus mandos, cuando la víctima, por conocida, atrapa la atención general. Debe buscarse lo más, siempre, no lo menos.

Otra cosa es la deplorable demagogia, tan en alza en esta época, por la cual se simula y miente, también se tergiversan hechos y actuaciones, para abrir con ella los candados de la impudicia, informativa y política.

El Reto

En algunas naciones de la Unión Europea, en donde es frecuente la exaltación de las notas “del corazón” a través de semanarios especializados en la frivolidad ramplona, se ha colocado al periodismo en el banquillo. Recientes encuestas –siempre generadoras de estadísticas ad hoc con los propósitos de los contratantes-, señalaron que esta profesión es una de las menos prestigiadas por quienes apuestan sólo por la comodidad, liberados de los peligros del entorno hasta donde sea posible, y las nutrientes económicas basadas en una fórmula bastante cínica: ganar más con el menor esfuerzo.

Lo anterior, sin duda, responde a la prosaica idea de inhabilitar, censurar y maniatar, cada vez con recursos mayores, a los informadores, sobre todo aquellos, a quienes se encajona en “círculos rojos”, incómodos por sus críticas y su proceder incontrolable. La única baza para alcanzar el justo equilibrio es, precisamente, la autoridad moral de emisores y recipiendarios. Y hasta para ello se requiere una buena dosis de conocimientos sobre temas, carreras y posiciones.

Cada que un periodista opta por el silencio, bajo mil pretextos, no sólo niega su propia vocación sino ahonda el drama mayor: a medida que aumenta la ignorancia los pueblos, al ser manipulables, se convierten en escudos de los más deplorables explotadores. Sean tiranos, mafiosos o sencillamente serviles. Abundaremos.

La Anécdota

Alguna vez, no muy lejana si bien no en este sexenio, un emisario llegó ante este columnista para darle un mensaje de “la superioridad”:

--El señor presidente le manda decir que ahora, cuando su responsabilidad es el bienestar de todos los mexicanos –recitó, demagogo-, no puede responderle; pero lo hará en cuanto deje su responsabilidad.

Quienes me acompañaban, se sorprendieron. Y traté, sobreponiéndome, de dar una réplica a la insolencia:

--Por su conducto le respondo también: cuando él deje la Presidencia, yo seguiré siendo periodista.

Y el fulano aquel se esfumó por donde había llegado. Prefiero que el hecho se conozca porque si me lo guardo, claro, no será escudo sino punta de lanza.

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Rafael Loret de Mola
Escritor

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