lunes, 3 de mayo de 2010

CRÓNICA DE DOS DRAMAS

Desafío Publicación: LUNES 3 DE MAYO DE 2010

*Crónica de dos Dramas

*De Odios Irracionales

*El Tonto de Barcelona

Por Rafael Loret de Mola

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Sábado 24 de abril de 2010. Hace apenas nueve días. Y la memoria vuelve a agitarse con un permanente, punzante aguijón cronológico. Me sitúo, otra vez, en la Monumental de Aguascalientes, en el palco número dieciséis que mantiene, desde hace muchos años, el senador Felipe González. Gracias a su gentil invitación puedo estar aquí, libre de revendedores y de compromisos institucionales –sólo los del afecto-, en la hora precisa del drama. En el ruedo, el mejor de cuantos toreros he visto, José Tomás, desafía a la muerte a despecho de su propia inmolación. ¿Por qué lo hace?, pregunto. Y sólo obtengo como respuesta el encogimiento de hombros de quienes me escuchan. Absortos todos, nadie parece comprender.

Dos escenas quedan para siempre. Una, la del hombre vencedor sobre los amagos de la fiera, simbiosis magnífica de la creatividad y el arrojo que se imponen a la dureza de los desafíos naturales. No fue fácil “Vinatero”, de Pepe Garfias, que no cesó de medir al torero con la mirada torva de los emboscados; y, sin embargo, el magisterio del artista convirtió la lidia en magnífica representación del espíritu capaz de domeñar a los instintos, irracionales, del toro. Auténtica exposición de la verdad del toreo sobre las mezquindades hasta de quienes, desde el palco de la autoridad, pretenden ser protagonistas sin valor siquiera para el menor arrojo.

El segundo acto fue el horror. Porque también quienes se atreven sucumben a veces. Más allá del impacto brutal de la fiera, “Navegante” de nombre, sobre la pierna izquierda del maravilloso torero, el rastro de sangre dejado por éste a su paso hacia la enfermería, destrozadas las arterias femoral y safena, igual que los vasos sanguíneos, las venas, cuanto halló el pitón mientras hería, sobrecogió a los testigos y exaltó el sentido de la heroicidad, propia de cuantos son capaces de desprenderse de lo material para intentar rozar las fibras del espíritu. Entendí, entonces, el porqué: cuando el alma de la vocación, la del artista lo mismo que la de cualquier ser humano, pone en juego el propio destino no hay valladares que valgan.

Corrí a la enfermería, abracé al padre del torero cuyas lágrimas eran de agobio por la incertidumbre pero también de orgullo por su estirpe, y comencé a tocar la leyenda. Del tendido bajaron los aficionados, presurosos, para donar sangre –O RH negativo-, mientras se aleteaba la posibilidad del final. Nunca como ahora, tras veinte percances –en Madrid, en junio de 2008, un marrajo atravesó tres veces sus carnes-, presentimos el desprendimiento último. Se iba el maestro. Y algo en nuestro interior parecía morir también.

¿Por qué les cuento estas cosas cuando este espacio está reservado para el análisis de la vida política? Lo hago, sí, por cuanto entendí esa tarde, agobiado también por el espectro del miedo. Cuando cae un gigante los demás nos pasmamos. Y, sobre todo, la experiencia brutal me permitió asomarme a la paradoja de las deformaciones sociales en estos tiempos de fundamentalismos triunfales y de mediocridades emboscadas. Para comprender el entorno, tantas veces, suelo reencontrarme, hasta ahora y ya no sé si mañana, con las plazas de toros. En ellas percibo las hogueras y las mido; también las inquinas y hasta las perversidades. La cultura ante los atavismos; la belleza de la amalgama feliz entre el hombre y la naturaleza como también la tragedia llana y sin reservas que es fuente de la propia condición humana. No hay amor sin odio, ni exaltación sin dolor. Grazia Deledda, la Nóbel que sublimó el amor maternal, lo explicó así:

--La gloria es el anverso de una perfecta medalla que lleva en el reverso la cruz.

Volví a comprenderlo, insisto, cuando observé al torero, herido si bien vencedor, inerte pero con el espíritu intacto, en andas de los camilleros. El desafío era con la muerte, a corazón abierto. Conteniendo la angustia ante lo inexplorado.

Horas después, en el amanecer del domingo, festividad de San Marcos, leí en uno de los portales informativos –el de Reforma-, un comentario que heló mi sangre:

--¡Púdrete, maldito José Tomás! A ver si ahora sientes lo que sufre el toro cuando lo atraviesas con tus aceros. Ojalá te mueras.

Desde el anonimato de la cobardía, uno más, entre tantos que sólo pueden sobrevivir negando la grandeza de los demás, un “animalista” se expresaba así dibujándose a sí mismo y a cuantos, como él, niegan a sus congéneres y alivian su enfermo interior con el soez lenguaje de la ignorancia. Como no entienden el toreo, lo condenan sin dar el menor resquicio para el debate. Y, peor aún, en sus fueros personales que son exaltación de las bajezas, la bestia, animal al fin, debe situarse por arriba. Ellos se igualan a éstas, no cuantos, aficionados o no, rodearon al esteta madrileño con el fervor de la entrañable devoción religiosa con la que, en tantas ocasiones, sometemos a la muerte y la desplazamos en busca de la inmortalidad.

Por eso relato, en este espacio, mi propia defensa existencial. Contra los ahítos, los tuertos y los malvados que se exhiben a ellos mismos.

Debate

Escribí en “Si los Toros no Dieran Cornadas” –Océano, 2009-:

“Entre todos los seres vivos que el hombre sacrifica para asegurar su propia supervivencia, es el toro de lidia, sin duda alguna, el que tiene la muerte más digna y no sólo eso, también el beneplácito de la inmortalidad. Porque en el ruedo su instinto se sublima y combate; no es destazado en la sordidez de los mataderos y cotos de caza. Y ésta es, en sí, la más noble de las condiciones.”

Contra esta tesis se opone la cursilería amañada de cuantos, emboscados siempre y al amparo de otros equivocados que forman grupúsculos impugnadores, sostienen que el espectáculo taurino es un anacronismo indeseable, como también lo es, en la mentalidad anglosajona, cuanto significa los verteros de la identidad latina. Quisieran, sí, que abomináramos nuestros orígenes para exaltar solamente los espejismos de una falsa civilidad, que viene del norte, empeñada en sancionar lo ajeno y ocultar las propias miserias. ¿No es por allá en donde se caza, sin piedad, a las zorras y se embosca, a mansalva, a los irracionales salvajes para comerciar con pieles, cabezas, pezuñas y marfiles?¿Y no es allí mismo, igualmente, en donde se exalta la fiereza de los enfrentamientos entre seres humanos para someterlos a la hegemonía sin barreras? Contesten, si pueden. En la cuna de todas las guerras se extiende la fatua condena contra las corridas de toros. Valdría meditar sobre esta, para mí, incomprensible patología social.

Por ello, claro, surgen las estentóreas injurias desde la más honda sinrazón. A mí no me horroriza la brillante simbiosis, con acentos muzárabes, que es cauce de la expresión taurina, la “fiesta más culta” como la llamó Federico, el de Granada, el poeta universal que cayó bajo la furia insensible de la guerra civil española en donde los bandos sólo pudieron honrar el bajo instinto de la fuerza bruta, jamás al alma atormentada por los radicalismos que asfixian a la sociedad universal. Me horroriza, sí, sentirme parte de una comunidad que tapa sus ojos y lanza denuestos a un hombre, a una mujer, para justificar tropelías y genocidios.

¿Cómo vivirá el que lanzó el “púdrete” que refleja su propia atrofia?¿Qué haría si, llegado el caso, al pie de algún abismo, sosteniendo en una mano a una criatura –de otra raza, claro-, y en la otra a su mascota cariñosa, debiera optar por una de ellas?¿Arrojaría al precipicio al niño para salvar al perro? Estoy cierto que sí en la misma línea de cuantos, por ejemplo, asumen que los infamados cautivos de Guantánamo merecen ser torturados por los daños infringidos a los blancos que se perciben superiores hasta para cobrarse cien vidas por cada una de los suyos. A esta terrible deformación ha llegado la humanidad.

El Reto

En el permanente desafío por la vida, situados entre el bien y el mal, cada quien debe resolver su futuro y la esperada extensión espiritual. Los ciegos no discuten, ni dialogan ni conceden razón a cuantos no forman parte de los corrillos aduladores. Otros, en cambio, tomamos fortaleza ante las lecciones de los grandes, lo mismo en los redondeles de fuego que en el palenque encendido por nuestros propios cauces.

Y hace unos días, nueve para ser exactos, observé a José Tomás, desgarrado, asido a la vida. Era como si fuera espejo de la historia contemporánea: vencida, tantas veces, la razón por los odios frenéticos que nos enfrentan, tantas veces sin remedio. Pero sobre todo, las huellas púrpuras que él dejó, nos señalaban también nuestro propio camino, el de todos, para que seamos capaces de sobreponernos al dolor en busca del remanso de la paz.

Por todo ello, y más, sólo pude juntar las palmas al paso de la ambulancia que se llevaba al maestro, al más grande entre cuantos se visten de luces en la búsqueda incesante del triunfo. Y grité, sin contenerme:

--¡Suerte, torero!¡Y bendito seas!

La Anécdota

Algunos rambleros de Barcelona dieron la pauta, en julio de 2009. Apostados afuera de la plaza de toros –el coso con vanguardistas remates que enseñorean la ciudad de Gaudí y Miró--, pintados de rojo simulando la sangre, enfebrecidos por sus fanatismos, exhibían una manta que decía:

--¡Muerte a José Tomás!

Les encaré y medí, ante la incomprensible protesta que solicitaba, nada menos, la vida de un ser humano para el desfogue de quienes, como ellos, también claman por el fin de la fiesta brava en Cataluña en donde, además, pervive el duelo entre regionalismos y raíces hispánicas. Tomé entre mis manos la leyenda infamante y la destrocé:

--¡Váyanse a las zahúrdas! –les dije-. Allí estarán más cómodos.

Azorados, acostumbrados como están al silencio de cuantos optan por no defenderse ante el acoso de unos cuantos enfebrecidos, no hicieron el menor intento de replicar. Cobardes, callaron; como cobardes son los que encuentran refugio en el anonimato para exaltar sus deplorables condiciones mentales.

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Rafael Loret de Mola
Escritor

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