jueves, 10 de junio de 2010
Los desaparecidos del jueves de Corpus de 1971, un 10 de junio como hoy, parecen apuestas a la desmemoria colectiva. A diferencia de cuantos cayeron en Tlaltelolco, cuando menos los reconocidos, no son siquiera honrados con algún monumento ni recordados con el frenesí, hasta ahora inútil, de los envejecidos dirigentes estudiantiles que pueblan los escenarios de la “nueva”, así la nombran, clase política. Y las denuncias sobre la manera como los grupos paramilitares –los llamados “halcones”-, entraron a los hospitales, específicamente los de la Cruz Roja, a rematar a las víctimas, van diluyéndose a medida que surte efecto la ominosa medicina del tiempo. Como tantos otros crímenes impunes.
Ya hemos dicho que la derecha en ejercicio de la Presidencia, desde hace ya una década, no ha sido siquiera capaz de proceder, con rigor jurídico e histórico, sobre las sospechosas muertes de algunos de sus más preciados iconos, desde Manuel Clouthier del Rincón hasta Juan Camilo Mouriño, guardadas las proporciones en cuanto a liderazgos e influencias, bajo el flagelo de mil interrogantes sin respuestas. Han optado, de forma por demás cobarde, por arrojar nuevas paletadas de ignominia sobre el silencio que lacera sus tumbas. (“2012: La Sucesión”, Océano, 2010).
Y si la memoria histórica ofende, de hecho, a quienes se dicen herederos de los caídos de manera infamante, esto es a los mismos que usufructúan el poder, y ni por eso reaccionan éstos, ¿cómo esperar que se animen a encontrar los rastros de los secuestradores de Diego Fernández de Cevallos? No pidamos peras al olmo; tampoco justicia a los ahítos ni, mucho menos, a los demagogos.
A treinta y nueve años del drama social exaltado por la represión gubernamental, perdidos los sustentos del diálogo razonable, los discursos oficiales siguen siendo, en esencia, los mismos. El mandatario en funciones, Felipe Calderón, cuestionado por su origen y su escasa movilidad política, insiste en que “no abandonará” a las familias mexicanas ante las bandas criminales que las agobian y reducen al estado de indefensión. Y, pese a ello, las medidas tomadas por él apenas alcanzan para intentar justificaciones ramplonas, de circunstancias, mientras aumentan las evidencias sobre colusiones mayores y tolerancias soterradas. El disimulo es una forma de mentir reiteradamente.
Es evidente que el PAN, cuando conquistó la Presidencia en 2000, no estaba preparado para gobernar. Esperaron medio siglo entre las bambalinas de la disidencia, con sustentos provocadores de vez en cuando, sin capacidad formativa. Así lo reconoció, ante este columnista, la influyente diputada Josefina Vázquez Mota, acaso la mujer con mayores posibilidades de alcanzar una candidatura presidencial por una de las opciones con posibilidades de ganar:
--El PAN –me dijo- no ha logrado reconstruirse. Y no tiene suficientes cuadros para ejercer el gobierno. Sucede que no es un partido que se preocupe por formar. Más bien espera que el ciudadano, convencido, venga hacia él.
Luego se quejaría de la mezquindad, como la parte más dolorosa de su experiencia política, incluso al interior de su propio partido en donde no son pocas las expresiones de esta condición en aras de las ambiciones sectarias. Si la pobreza estructural de un instituto político se suma a la escasa formación de su militancia en el ejercicio del poder y a los egoísmos que tienden hacia los escenarios corruptores, la radiografía no resulta alentadora ni mueve hacia el ideal democrático. Menos mal que algunos, entre ellos la diputada Vázquez Mota, se apuran ya a realizar la necesaria autocrítica; pero tal no disculpa los yerros ni las desviaciones de un continuismo obcecado, cortado con las mismas tijeras del priísmo hegemónico.
Las consecuencias han sido tremendas. Recuerdo que, en 2000, tras la victoria del foxismo –lo calificamos así porque, a decir de los propios protagonistas, rebasó al andamiaje del panismo tradicional-, fue sorprendente constatar la tranquilidad con la que México se separaba, en apariencia, de la “dictadura casi perfecta”. Esto es, por la mañana privaban los escenarios autoritarios, según denunciaban los opositores, y por la noche saludábamos el advenimiento de la presunta redención sociopolítica. El mismo tiempo, sugerí, que invirtió el enano de Uxmal en edificar, con la ayuda de su madre-bruja, el Castillo del Adivino.
No hubo sacudidas trascendentes ni reacciones de alto riesgo por parte de los grupos de presión. Hasta los mandos castrenses, formados en la creencia de que jamás debía darse paso a la reacción para preservar los valores nacionales de los apátridas disfrazados con pieles de ovejas, optaron por asegurar la transición sin sobresaltos visibles. Una especie de revolución silenciosa aun cuando fuera abono de acuerdos soterrados de la mayor envergadura. Por algo, claro, los negligentes señores Fox pudieron sostenerse, al punto de asegurarse a mansalva una sucesión conveniente, con el aval de los uniformados atenaceados por las infiltraciones non santas.
Debate
En marzo de 1997 fue detenido el general Jesús Gutiérrez Rebollo, quien fungía como comisionado del Instituto Nacional de Combate a las Drogas y con reconocido y emocionante apoyo por parte del entonces “zar” antidrogas de los Estados Unidos y del Pentágono. Se alegó que tenía contactos con Amado Carrillo Fuentes, cabeza visible del cártel de Ciudad Juárez. Él sostuvo otra versión: la de que fue víctima de Enrique Cervantes Aguirre, ex secretario de la Defensa Nacional, por cuanto descubrió de éste, nada menos haber prohijado un encuentro entre el propio Carrillo y los hermanos Arellano Félix. Parte del botín obtenido, transportado por una patrulla de la Federal de Caminos de acuerdo a su versión, fue entregado en Los Pinos. (“Confidencias Peligrosas”, Océano, 2002)
El hecho es que el nombre de Gutiérrez Rebollo apareció, “de pronto” en las primeras indagatorias de la Unidad de Inteligencia Financiera, fundada ese mismo año, 1997, para detectar operaciones de lavado de dinero e inversiones sospechosas. Algo más: se informó que se substrajeron “documentos militares secretos” con registros puntuales sobre inversiones contaminadas. En su obra “Zedillo: Mil Días Tratando de Gobernar” –Grijalbo, 1997-, el entonces senador panista Alfredo Ling Altamirano, miembro de la comisión legislativa destinada a investigar el suceso, resume:
--Se trataba de archivos computarizados que contenían análisis políticos y averiguaciones de carácter judicial –lo cual podría no ser legal-, y el hecho de haber sido copiados tuvo como consecuencia la consignación a la justicia militar de los sustractores (sic) de la información, presuntamente confidencial.
Los responsables del copiado, el coronel Pablo Castellanos y el capitán Miguel Ángel Hernández, fueron confinados al corroborarse, además, que los documentos en cuestión “contenían informes sobre el narcotráfico y sus eventuales relaciones con jefes, oficiales, y tropas de las Fuerzas Armadas”.
El hilo de la historia, insisto, inicia en 1997 y se extiende hasta el presente sin que ninguna de las instancias oficiales muestre interés por determinar no sólo las fuentes sino los caudales agitados que pasan por la Defensa Nacional y desembocan entre las primeras familias. No por otra cosa, cada uno de quienes han pasado por Los Pinos tienen a uno o varios parientes comprometidos hasta el cuello en estos menesteres que han cambiado, sin duda, la valoración y el ejercicio del poder en México.
El Reto
El 26 de diciembre de 2008, la Procuraduría General de la República, encabezada por esos días por Eduardo Medina Mora-Icaza, instruyó causa penal y aprehendió a Arturo González Rodríguez, miembro de los Guardias Presidenciales asignados a la residencia oficial de Los Pinos, bajo la averiguación previa PGR/SIEDO/UIEDCS/241/2008. En la acusación respectiva se asentó que el militar de referencia “rendía informes” presuntamente al cártel de los hermanos Beltrán Leyva, sobre las actividades y viajes de Felipe Calderón.
También fueron consignados Noé Mandujano, ex titular de la subsecretaría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO), y Ricardo Gutiérrez Vargas, ex director de INTERPOL México, igualmente por sus vínculos con el cártel de Sinaloa.
La gravedad del suceso no necesita subrayarse. Días después, se divulgó que González Rodríguez no tenía acceso a la agenda presidencial... aunque tal fue el motivo central de la indagatoria. Obvio es decir que tal evidenció hasta donde llegaban los subterfugios y las infiltraciones por parte de las mafias dominantes, nada menos hasta la casa presidencial.
No obstante, hasta este momento, el llamado “primer mandatario” no reacciona suficientemente. ¿Por qué, seguimos preguntando, no se resuelve a indagar, a fondo, las posibles interrelaciones infectadas entre la clase militar? Cuando dé el primer paso, no sin riesgos naturalmente, podremos comenzar igualmente a confiar en la bondad de sus intenciones.
La Anécdota
El último sábado de mayo, en Metepec, conurbación de la capital del Estado de México, ocurrió un incidente de enrome gravedad. Avisada la policía sobre la presunta presencia en el lugar de Ignacio “Nacho” Coronel, uno de los principales estrategas y operadores de Joaquín Guzmán Loera “El Chapo”, rodearon el palenque ferial a donde supuestamente acudiría. Pero, desde luego, éste no llegó porque le funcionaron sus elementos de contraespionaje.
No obstante, los agentes rodearon y aseguraron a un joven, confundiéndole con uno de los allegados de Coronel, y lo remitieron a los separos para proceder a la investigación respectiva. A la novia del mismo, por cierto, la maltrataron. Minutos después, en las oficinas del gobernador mexiquense, Enrique Peña Nieto, se recibió un telefonema:
--Mi gobernador –sonó una voz atribulada- ¿por qué me haces esto?
Era Emilio Gamboa Patrón quien se quejaba de los procedimientos seguidos contra su hijo, quien había arribado al palenque con su pareja, rodeado de guardaespaldas. Tal fue el motivo de la confusión. ¿Habrá sido sólo eso?
E-Mail: rafloret@hotmail.com
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